Hace bien poco hablaba con un amigo a cerca de los silencios. De lo difícil que es encontrar a alguien que no intente interrumpir uno de aquellos momentos de relajo tan sólo porque se cree en la obligación de seguir hablando, a pesar que lo que diga no nos importe un pepino.
Sinceramente, en mi vida -hoy en día y a lo largo de ella-, han sido bien pocas las personas que han entendido mis momentos de silencio, o que han sabido que callando yo les contaba más de mí.
A eso mismo me refiero, a ese momento de intimidad, de muda complicidad que se comparte con el silencio. El silencio que se establece mientras bajamos por las Ramblas y observamos a la gente que nos rodea. El sonido de las cáscaras de pipa al romperlas con los dientes... Los minutos pasan y nadie dice nada, pero no hay angustia, porque de eso se trata: de oír el crac-crac de las cáscaras. Luego a alguno de los dos se nos escapa por la boca un pensamiento, y así retomamos el hilo de alguna conversación pendiente.
Me gustan esos silencios, y me fastidia la gente que no logra entenderlos. Que en ocasiones no digamos nada no quiere decir que estemos de mal humor, tristes o melancólicos. Los momentos de felicidad también pueden contarse con el silencio, quizás roto con alguna risa o con un buen abrazo.
Pero los silencios que más me duelen son los que se forman por no tener nada que decirse... Ésos me dan una idea de cómo han cambiado las cosas, de lo poco que aquella persona puede darme ya... De lo poco que tengo que contarle, a pesar que por otro lado me muera por decirle todo aquello que ahora me callo... Es como llevar un peso enorme entre los brazos y no saber dónde dejarlo. Eso mismo me ocurre con esos silencios. Tengo tanto que contar y me gustaría que me escuchasen con la mano en el corazón, pero sé que eso no va a ser posible, así que mejor me callo... Digo, para no desaprovechar palabras ni esfuerzos, que de eso tampoco ando muy sobrada...
Un beso
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