
¿Cómo amarrar el tiempo pretérito que fue nuestra infancia?¿Cómo crecer sin la duda de si el lugar de nuestros juegos llegó a existir alguna vez?
El paso del tiempo -tantos ocasos y amaneceres- desgarró los recuerdos de aquellos momentos que conformaron nuestros días de inocencia. Andar de nuevo por ese camino oculto ahora en la maleza, recordar nuestros pasos por él... Duele. Hay en el recuerdo algo así como un dolor primitivo; desgarrador. El corazón y el alma entera llegan a romperse cuando contemplan tanta ruina y abandono.
No me quiero ir. Algo me retiene; una mano siniestra que me obliga a mantener los ojos bien abiertos. Una voz lejana en el tiempo que clama por salir del lugar donde se oculta. Un grito antiguo que no alcanzo a comprender lo que me dice, y que por más que avance y lo busque no encuentro. Temo que sea yo misma la que grita en mitad de este espantoso silencio... Sí, quizás soy yo, que así, espantando bandadas de pájaros negros, intento acallar el presente y dar paso al pasado; al esplendor y la luz de aquellos otros días...
Esto que ahora veo no son más que ruinas. El verde, aquel manto de maleza al que no dejábamos crecer, lo tapa todo. Ya no hay ni viejo ciprés ni fuente con cupido; hace tiempo que se marchó a lanzar flechas a otra parte, a cualquier otro lugar donde la belleza no muera. Aquí la eternidad soy yo, que me abro paso con cautela, siguiendo las imágenes del recuerdo. Paso por debajo de la parra -del lugar donde estuvo aquella parra. Yo la veo, la huelo, incluso si alzo mi mano puedo alcanzar algunos de sus frutos; pero no vosotros... Para mí tan sólo el privilegio de recordar, para vosotros el de contemplar a esta loca...

Si sigo andando veo un patio limpio, a pesar que el verde sigue devorando este presente, yo veo el patio en un radiante día de verano. Hay un columpio y unos fregaderos, y bajando esas escaleras un horno de piedra que construyó mi abuelo y un pequeño huerto. Y no, no estoy loca; tan sólo recuerdo...
Pero entonces los tiempos se agolpan, los recuerdos entran tropezándose los unos con los otros. Todo es un caos, no hay orden alguno para esos fantasmas que vienen a dar fe de mi antigua presencia en este lugar. Cada uno se cree con mayor importancia que el anterior, parecen discutir entre ellos. Amanda de nena; Amanda y Alba oliendo hojas de menta; madres en bicicleta; chaparrones y botas de agua amarillas; padres cargando leña y noches de fiesta...

Y me cargo de valor para girar todo mi cuerpo hacia la mole gris y tétrica que un día fue mi casa. Clavo la mirada en la puerta entreabierta. Quiero entrar pero no puedo moverme, no hay manera, me anclé yo misma en este mar espeso; no me atrevo a enfrentarme sola al silencio; al más terrible de los silencios. Pero ya estoy aquí, así que... Regresé y debo terminar con todo esto... Abro la puerta esperando encontrar un techo destruído, unas escaleras sin subidas...
En la cocina solía ver a mi madre preprarame cada mañana el desayuno... Y ahí está, como si nada, con mi tazón de leche recién ordeñada. Hace poco regresó del bosque y aún cuelgan de su jersey ramitas secas. Mi padre no tarda en llegar con las pastas para mojar, y Alba ya se sentó a la mesa y sonríe desdentada: se le quedó un bigote de espuma caliente y blanca. Emma se abre paso y se sienta en el sillón junto a la escalera. Espera a que terminemos de comer para jugar durante horas en la era, donde ahora ondean las sábanas blancas...
Veo todo eso, pero en este presente también veo un montón de periódicos mojados, una agenda negra del 94 que me apresuro a guardar -no sé muy bien por qué- en mi mochila. Tengo miedo, porque me resulta muy difícil enfrentarme sola a todo eso. Al abandono, a las paredes escamadas, al baño lleno de moho, a la cocina que ahora sirve de ataúd a ese gato muerto. Temo y tengo frío. Sé que no debo, pero no puedo evitar seguir mi recorrido escaleras arriba. Es posible que la casa se desmorone en cualquier momento: hace años que nadie vive en ella y la puerta quedó abierta... Pero al fin subo.

Me dirijo a lo que antaño fue mi habitación, al final del oscuro pasillo. A mi derecha queda el cuarto de mis padres, pero aunque me muero de curiosidad por verla de nuevo, está todo demasiado oscuro y yo aún oigo ese grito... ¡Deprisa, deprisa, deprisa! Eso es lo que parece decirme. Así que toco el dintel de la puerta, admiro la habitación vacía, las manchas de humedad en la pared donde estaba mi cama, el lugar de los juguetes, la ventana mal cerrada... ¡Deprisa, deprisa, deprisa! Y corro escaleras a bajo, porque por alguna extraña razón siento que he profanado algo sagrado, que mi tiempo ha terminado y ahora es el tiempo de los que moran desde entonces...
No sé si hice bien haciendo este viaje, regresando al lugar donde reside mi infancia, de donde proceden los olores, colores, músicas, risas... De donde me nacen los recuerdos más antiguos... no sé si hice bien contando todo eso... Quizás debería haberlo dejado pasar, no profanar aquellos momentos... No lo sé. Hacía tiempo que sentía la necesidad de un acercamiento, que quería sentir verdadero pánico, nostalgia, frío -frío por dentro... Pero ahora pienso, y veo de nuevo aquel lugar en esta primera noche... Pienso en esa puerta que he cerrado tras de mí con la esperanza de que nadie más -¡NADIE MÁS!- pisara ese suelo.

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